Señor presidente: cállese

Publicado: diciembre 27, 2019

Señor presidente: cállese

¿Qué tienen en común Nayib Bukele, López Obrador, Jair Bolsonaro y Donald Trump? Son presidentes que parecen querer gobernar sin intermediarios institucionales a través de las redes sociales. Ese ejercicio entraña un profundo riesgo democrático.

PorDiego Fonseca
Publicado en The New York Times

CIUDAD DE MÉXICO — Den la bienvenida a la nueva estrella de la política virtual, Nayib Bukele, el milénial que oficia de presidente de El Salvador dentro y fuera de Twitter. En un lapso de semanas, Bukele anunció en redes sociales tanto su jet lag y el tatuaje de henna de su esposa como sus críticas a la oposición o su defensa de un veto a una reforma legislativa. Desde su cuenta, Bukele también ordenó aislar a dos presos, remover a un funcionario y a otro, y exigió al ministro de Hacienda que pida dinero a la Asamblea para comprar uniformes nuevos a la policía y el ejército. Ah, y dijo que es el presidente más cool del mundo.

Los ciudadanos pedimos a nuestros gobernantes que respondan por sus decisiones, pero gobernar a través de las redes sociales o con monólogos subidos a YouTube —como las conferencias matutinas del mexicano Andrés Manuel López Obrador—, no estaba en los planes de los redactores de nuestras constituciones. Hay algo profundamente complejo en los presidentes que usan Twitter y Facebook como canal de gobierno: sus cuentas esquivan a las instituciones y a cualquier mecanismo de control tradicional de las democracias y ponen al líder en contacto directo con las masas. Sin intermediarios, dicen y hacen lo que quieren. Y esta no es la mejor noticia para la gobernabilidad, especialmente en América Latina, una región con democracias en consolidación o, incluso, tambaleantes.

Bukele es parte de una creciente ola de líderes que gobiernan en Twitter. Cuando era presidenta de Argentina, Cristina Fernández se empleaba en diatribas contra sus opositores a través de esa red. Evo Morales se ha refugiado en su cuenta como usina política del autoexilio. Nicolás Maduro la ha convertido en un motor de propaganda de un país ficcional, la Venezuela bolivariana donde todo es perfecto. El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, combina todo: degradación opositora, anuncios de gobierno, grandilocuencia personal.

El espectáculo demagógico que aparenta ser un ejercicio de democracia directa —un mandatario que habla al pueblo sin nadie que cribe, edite, cure— se devora a la democracia representativa. Y lo más preocupante: destruye la rendición de cuentas real y efectiva con la pirotecnia efectista del tuit. Las redes sociales han puesto en entredicho a los sistemas de intermediación —incluida la prensa— con su promesa de conexión personal. Hijas del siglo XXI —esa inmediatez, omnipresencia y liquidez informativa—, han construido una ficción de cercanía entre líderes y ciudadanos, ahora convertidos en “seguidores”.

El truco psicológico funciona. Maduro, Nayib y Cristina te hablan a ti. La necesidad de satisfacción inmediata propia de nuestra era se ha casado con las demandas postergadas de nuestras sociedades —mayor inclusión, más igualdad, Estados con agendas sociales más generosas— para crear un cóctel de muy difícil solución: frustración ciudadana, erosión institucional, personalismo. Populismo virtual, autocracia real.

La muy documentada experiencia del presidente estadounidense, Donald Trump, en Twitter es el ejemplo más proteico de los riesgos que enfrenta el sistema incluso en una nación de controles históricos sólidos como Estados Unidos. Trump no trepida en embarrar la honra de las instituciones y profundizar —más— la crisis de los partidos políticos como canales de la voz popular y de las democracias representativas como herramienta de gestión del poder. Que la figura presidencial se meta en rencillas de patio escolar puede resultar simpático, pero saltarse mecanismos protocolares e institucionales para tomar medidas sin supervisión y crear ambientes hostiles no favorece la gobernabilidad.

En ese sentido, Maduro, Bolsonaro y Bukele —la supuesta izquierda, la ultraderecha, y lo que sea que es— han seguido el manual de uso de Trump. El presidente de Estados Unidos ha despedido funcionarios por Twitter, anunciado una batalla de aranceles con China, amenazado a Corea del Norte, Irán y los terroristas del Estado Islámico y maltratado a decenas de personas comunes, opositores y gobiernos aliados.

Lo que une a estos líderes es el progresivo desprecio por las formas de la democracia representativa. Todos han construido sus movimientos alrededor del culto al líder. Ninguno es fácil de encorsetar: buscan hacer lo que desean y empujan a sus seguidores a justificar sus actos en los congresos o en las calles. En sociedades cada vez más agrietadas por las políticas de la confrontación, los presidentes de Twitter inflaman las divisiones y ensanchan las fracturas.

Tenemos un problema. Las instituciones de la democracia representativa provienen del siglo XVIII, cuando era preciso acomodar un sistema de toma de decisiones que llevase las voces de naciones en plena organización a un centro político. Son escalonadas —la voz popular, dice la letra, va de las bases a los representantes en el congreso y los gobiernos electos— y, por lo tanto, morosas. Los resultados son, la mayoría de las veces, subóptimos. La democracia representativa es la peor forma de gobierno excluidas todas las demás, Winston Churchill dixit. Hoy está en crisis y por eso los presidentes tuiteros deben ser más responsables con sus usos de las redes sociales.

Todos tenemos claro algo: la democracia representativa precisa reformas. Las demandas sociales del siglo XXI son históricas y los ciudadanos impacientes: nada puede ser desatendido. Requieren hacer mucho más eficiente la gestión de la cosa pública. Eso no será sencillo; tomará quizás una generación y no podemos dejar pasar ese tiempo mientras las democracias son minadas por los líderes populistas y demagógicos que se sirven de las redes. Quizás sea preciso ser drásticos.

Es imprescindible reglamentar —¿con carácter constitucional? — qué y cómo informar por las redes y quién es el verdadero propietario de una cuenta presidencial, si el individuo o la institución. En mi demanda jacobina, un presidente debe estar sometido a crecientes controles operativos y esto incluye su teléfono móvil y la pantalla del ordenador.

No podemos permitirnos que una majestad virtual de alto riesgo sistémico provoque inestabilidades y mine el sistema democrático. Como a un niño excedido en horas de pantalla, hay que quitarle el teléfono de la mano al presidente.