El mecanismo psicológico del populista
Por Asier Morales
Retomado de PanamPost
El populismo adolece de ideología. De poco valdrá intentar conseguirle raíces filosóficas incluso tenues, se resiste a cualquier vínculo teórico con el que deba conservar una mínima coherencia. Es una herramienta amorfa, adaptable y sin huesos argumentales, cuya existencia se basa en el olfato.
Aunque parezca paradójico, aquello que busca como un sabueso es el descontento de la población, pues reconocerlo es el primer paso en la construcción de la estructura de poder personal, que se sustenta en la manipulación y exploración de la desazón.
El método
Como su objetivo es claro y es lo único que cuenta, el populista funciona como un reductor natural y abusivo de conflictos. Los lleva al terreno de la simpleza más elemental, lo que implica mutilarlos o deformarlos. En último caso, no necesita entender a fondo lo que sucede, solo parecer que le preocupa; evade la necesidad de explicar la naturaleza del problema y se enfoca en asegurar que tomará medidas heroicas para cambiarlo todo.
Su metodología consiste en completar un plan esquemático:
- Distinguir el malestar de la población
- Ubicar la causa más visible, superficial y colectivamente aceptada de tal malestar
- Redundar hipnóticamente en la denuncia de la causa elegida, usando tantos recursos dramáticos, exageraciones y relatos escandalosos como sea posible, siguiendo la célebre fórmula: «no dejes que la verdad se interponga en el camino de una buena historia»
- Señalarse a sí mismo como el único agente capaz de cambiar el insoportable estado de las cosas, de manera directa o velada, con humildad fingida o aplastante seguridad —aún más fingida—.
Será casi imposible conseguir ejemplos de éxito político que no se vean descritos en alguna medida por esta receta, incluyendo desde luego, figuras con las que simpatizamos justificadamente; un asunto que es clave para acercarnos a la comprensión del rol del ciudadano en la estructura populista.
Una particular versión de la eficiencia
Para completar una mínima Gestalt de la actividad populista hace falta elaborar algunas ideas con respecto a la metodología utilizada por esta tendencia para resolver el problema de fondo. De paso, esta dirección puede ayudarnos a ejecutar cierta separación entre malos y peores.
El populista no tiene ninguna intención de mitigar el descontento. No alberga deseo alguno por resolver —a veces tampoco por conocer— el origen del problema. Hallar o confeccionar una solución efectiva (si es que estuviera en su mano hacerlo) implicaría el agotamiento de la desazón colectiva y, por lo tanto, también la caducidad eventual de la necesidad del líder carismático-todopoderoso.
Las mentes más gerenciales se plantearían en este punto de la discusión: ¿cómo sobrevive un político en el poder sin resolver los problemas de la gente?
Desde luego la respuesta no es demasiado compleja: redundando en la denuncia original que le conviene y, si acaso, elevando el tono de la misma o adornándola. Esto implica la sistemática manipulación de la opinión pública, la cacería gratuita de brujas y la creación de excusas absurdas pero ruidosas que le permitan concentrar más influencia para, ahora sí, derrotar al traidor.
¿Es posible acabar con ese ciclo?
Podemos notar cómo el sistema se alimenta a sí mismo, cíclica e interminablemente. Solo la intervención de una fuerza de mayor vigor será capaz de alterar este trágico y predeterminado curso.
Lo ideal sería que esa fuerza proviniese del acopio de cierto tipo de conciencia o sabiduría por parte de la población. Una sabiduría que incluya un aspecto cognitivo, representado por la comprensión intelectual del hecho evidente de que estamos siendo engañados, y otro aspecto de naturaleza emocional, que esté dispuesto a explorar vías menos destructivas y fantasiosas para la resolución del descontento original.
El arma secreta
En su éxtasis carismático, el populista mejor entrenado ejecutará la maniobra emocional más hábil y peligrosa, empezará por avivar la emoción colectiva de decepción, diciendo aproximadamente algo como: «tienen ustedes todo el derecho a estar molestos. Han sido traicionados y utilizados vilmente».
Este es un mensaje que puede ser cierto y necesario de señalar pero, inmediatamente, mezclará falsedad con verdad, justicia con arbitrariedad. Utilizará el secreto oscuro de la vida eterna política —la hybris—, aportando una chispa emocional que aspira a hacer explotar el desenfreno titánico, propio de los fenómenos de masas, concluyendo: «dado el sufrimiento que han padecido, tienen el derecho a hacer cualquier cosa. Todas las agresiones que ejecuten en el futuro serán legítimas y perdonadas sobre la base de su malestar previo».
Esta fraudulenta semilla, capaz de abrir las compuertas del infierno, necesita tierra fértil para crecer. Bien podríamos asegurar que, como los gérmenes y las bacterias, el populismo se encuentra siempre en el aire, esperando la oportunidad propicia para expandirse. La tierra a la que nos referimos es la gente. El ciudadano inclinado al populismo no desea entender realmente lo que sucede en su sociedad ni las oferta políticas que enfrenta, evade preguntarse cuál de ellas es realista, engañosa o si para alcanzar lo que promete producirá más daño que el original; le basta que alguien asegure que tiene razón en la elección del enemigo que ha fantaseado
El estado de la población que evita la germinación de la fórmula populista se fundamenta en la manera en la que los individuos lidian con sus deseos, la realidad y, por lo tanto, la frustración. Hablamos de una cualidad asociada a la madurez emocional que no cabe explicar simplemente como educación, bondad, conocimiento o moralidad; tampoco es algo que podamos reducir a los efectos de los chancletazos de una amorosa abuela aunque, sin duda, esos a veces ayuden.
Asier Morales es psicólogo clínico y egresado de la doble diplomatura en Economía de la Escuela Austríaca 2016-2017 de la Universidad Monteávila de Caracas e investigador del Centro Juan de Mariana de Venezuela